09 de junio de 2025
MARTÍN LAZO CUEVAS: ¡Chingadazos para los delincuentes!

Por Martín Lazo Cuevas
La situación de Uruapan no es nueva. Tiene historia. Tiene raíces. Tiene
cicatrices que el Estado ha preferido ignorar. No es una crisis
espontánea ni un arrebato de un alcalde incendiario. Es la continuación
de una tragedia nacional que lleva años pudriéndose ante los ojos de
todos, y que hoy estalla de nuevo, esta vez con voz propia: la voz del
presidente municipal Carlos Manso.
Para entender por qué Uruapan clama por justicia —y no en tono
diplomático, sino con desesperación— hay que remontarse al tiempo en que
Michoacán fue entregado al crimen organizado. Durante el gobierno
priista de Fausto Vallejo, en pleno auge neoliberal, el narco gobernaba
más que el propio gobierno. Los pueblos quedaron abandonados. Las
instituciones se doblaron. La ley dejó de existir.
Frente a ese vacío, el pueblo hizo lo impensable: se organizó. Nacieron
las autodefensas. No por capricho, sino por necesidad. No por venganza,
sino por supervivencia. Fue el pueblo salvando al pueblo. Con asambleas,
con acuerdos, con dignidad. Y por un breve momento, vencieron.
Recuperaron su tierra, su tranquilidad, su derecho a vivir sin miedo.
Hasta que llegó el gobierno federal. Enrique Peña Nieto, fiel al sistema
que representaba, envió al comisionado Alfredo Castillo con la supuesta
misión de pacificar. Pero la realidad fue otra: desmanteló la
resistencia popular, desarmó a quienes defendían a sus comunidades y le
devolvió el poder al crimen. Una traición en toda regla. El mensaje fue
claro: el Estado no tolera que el pueblo se organice por su cuenta,
aunque lo haga mejor que el gobierno.
Pasaron los años. Llegó la Cuarta Transformación. Llegó la promesa de un
país distinto. Y sin embargo, Michoacán siguió en el abandono. El doctor
Mireles murió en la pandemia. Hipólito Mora, otro pilar de la dignidad,
pidió ayuda al Estado. Gritó, alertó, exigió. Nadie acudió. Lo mataron
brutalmente en La Ruana. Nadie intervino. Nadie respondió. Ni una sola
patrulla del Ejército. Ni un solo elemento de la Guardia Nacional.
Silencio total. Otra vez, el pueblo fue entregado.
Hoy, Carlos Manso rompe ese silencio. “¡Chingadazos para los
delincuentes!”, grita. Y no lo hace como amenaza, sino como advertencia.
El pueblo está harto. Uruapan está sitiada por los grupos armados que
dominan los cerros. La autoridad está acorralada. Y el presidente
municipal hace lo que muchos no se atreven: llamar las cosas por su
nombre.
Desde Palacio Nacional, la respuesta es tibia: “Así no, Carlos”, dice la
presidenta Claudia Sheinbaum. ¿Y entonces cómo sí? ¿Con más abrazos?
¿Con promesas huecas? ¿Con estadísticas que no reflejan la realidad en
las calles? ¿Con políticas suaves que no incomodan al crimen?
¿Será que los delincuentes se apellidan Sheinbaum? ¿O por qué tanta
prudencia al enfrentarlos? La pregunta duele, pero es legítima. ¿Qué hay
detrás de la inacción? ¿Es miedo, es cálculo político, o es complicidad?
¿Será que el humanismo mexicano no es más que un disfraz? ¿Un barniz de
buenas intenciones para cubrir la cobardía? Porque si este es el
“humanismo mexicano”, cabe preguntar: ¿es un humanismo de rodillas… o
uno de pie y con dignidad?
La gente en Uruapan ya se lo pregunta todo. ¿Será que el gobierno
esconde un secreto? ¿Será que el único que va a salvar al pueblo es el
pueblo? ¿Será que Uruapan está a punto de convertirse en el nuevo
epicentro de un movimiento nacional donde, ante la omisión del Estado,
el gobierno municipal se declara en autodefensa?
Y si el pueblo de Uruapan decide declararse como gobierno autónomo para
protegerse a sí mismo, ¿entonces sí vendrá el gobierno federal a
reprimirlo? ¿Entonces sí desplegarán al Ejército, no contra el crimen,
sino contra su propio pueblo? ¿Estamos ante una nueva traición
histórica?
Carlos Manso no pidió guerra. No pidió sangre. Lo que exigió fue
firmeza. Lo que expresó fue el hartazgo colectivo. Lo que representa es
a un pueblo que ha sido abandonado una y otra vez. El crimen no espera.
El pueblo ya no puede esperar más.
Porque si la justicia no llega, el pueblo la exigirá. Y cuando el
hartazgo se convierta en rabia, cuando el pueblo decida tomar las armas
porque el Estado no lo defendió, será demasiado tarde. Tarde para los
Sheinbaum y tarde para todos los grupos armados que hoy se pasean
impunes por los cerros que rodean Uruapan como si fueran los dueños de
la vida y de la muerte. Ese día, ya no bastará con pedir calma. Ese día,
el pueblo no pedirá permiso.

