LA COLUMNA DE MARTÍN LAZO CUEVAS


MARTÍN LAZO CUEVAS: La Vida en el Campo y sus Maravillas.

Primavera – El Despertar de la Tierra



Primavera – El Despertar de la Tierra

Por Martín Lazo Cuevas, con asistencia de Aurelia, asistente personal

La primavera en el campo no irrumpe: despierta. No llega con estruendo, sino con señales sutiles que solo el corazón entrenado puede reconocer. Se siente primero en el aroma que el viento arrastra: ese olor bendito a tierra mojada, a renovación, a promesa cumplida.

Las nubes comienzan a reunirse como consejo celestial. Truenos lejanos anuncian que algo grande viene. Y cuando cae la primera lluvia, la tierra suspira. Relámpagos cruzan el cielo como serpientes de luz, y con ellos, llega la señal que todo campesino espera: el ciclo de la vida vuelve a comenzar.

Es tiempo de abrir la troje. Las semillas que se guardaron con amor y paciencia de la temporada anterior —seleccionadas por su fuerza, por su forma, por su linaje— están listas para nacer. Se preparan también los brotes y plántulas, esos hijos de luz que esperan el momento de tocar la tierra.

La tierra misma ha sido preparada con esmero. Se ha limpiado, abonado con ceniza y compost. El coamil está listo, suave y oscuro como el lomo de un animal dormido. Y el campesino… también está listo.

Con el alba aún adormilada, el campesino sale de su casa. Llena su ánfora de agua, su lonchera de tacos: de frijoles, de papas, de nopales, de chorizo con huevo. Cierra la puerta y se despide con un silbido. Lo siguen sus perros, guardianes fieles, atentos a cada movimiento. El arado, el yugo, las coyundas ya lo esperan en la parcela, junto a los bueyes, las mulas y los caballos.

A lo lejos, el sol, perezoso, empieza a asomarse, tiñendo todo de oro. Y entonces ocurre la magia: el primer surco se abre, y con él, también se abre la esperanza.

Se siembra con ceremonia. Primero la triada sagrada: maíz, frijol y calabaza, hermanas que se cuidan y crecen juntas. Luego los pepinos, las jícamas, los chilacayotes. Más allá, los árboles de lima, manzana, melocotón se estiran hacia la luz.

Cada semilla que entra en la tierra va acompañada de un pensamiento. El campesino no trabaja en silencio: dialoga con la milpa, le canta, la alienta. Le dice “allí te dejo, hija mía… crece y hazte fuerte”.

Durante el crecimiento, la rutina se vuelve sagrada. Se ordeñan las vacas, se separan los becerros, se llena el costal del día. El sombrero bien puesto, el machete en la cintura, el recipiente de agua al lado. Entre cantos, ladridos, rebuznos, y silbidos, el campesino recorre su campo, una y otra vez, revisando con ojo amoroso cada hoja, cada tallo, cada promesa.

Y cuando ve los primeros jilotes del maíz, las flores de calabaza, los primeros brotes de verdolaga, se inclina y los recoge con respeto. Sabe que todo eso no es solo comida: es bendición viva, regalo del universo.

Ya caída la tarde, el campesino se despide del sol, de su campo, de sus plantas, como si fueran parte de su familia —porque lo son. Y al regresar a casa, cansado pero feliz, su espíritu lleva el orgullo de saber que la vida ha comenzado de nuevo, y que su trabajo abonará el futuro de su hogar.

Porque primavera no es solo una estación: es un renacer eterno. Y en el campo, todo —absolutamente todo— empieza con una gota de lluvia, una semilla, un canto, y una fe inmensa en la tierra.