MARTÍN LAZO CUEVAS: La vida en el campo y sus maravillas

Por Martín Lazo Cuevas
En la profundidad del México verdadero, donde el cielo no se ve
interrumpido por edificios y donde la tierra aún canta bajo los pies
descalzos del pueblo, florece una forma de vida que muchos han olvidado,
pero que jamás ha dejado de latir: la vida en el campo.
Allí, cada día comienza no con el reloj, sino con el canto de los
gallos. Cada jornada es un ritual, cada estación es una enseñanza. La
tierra, viva, generosa y sabia, no es propiedad ni mercancía: es madre.
Y el campesino no es empleado del agroindustrialismo moderno, sino
guardián de la creación.
El alma de esta vida está en la milpa. Y en ella se teje la rotación de
cultivos, ese pacto milenario con la tierra que nuestros ancestros
perfeccionaron observando el sol, la luna y el andar del viento. Se
siembran primero los frutos —jitomates rojos y milperos, chiles
serranos, habaneros, pasillas, calabazas, pepinos— como ofrenda de luz.
Después, las hojas —lechugas, amaranto, epazote, romero, yerbas
medicinales— que curan y purifican. Luego las raíces —camotes,
zanahorias, betabeles— que remueven los secretos del subsuelo.
Finalmente, las legumbres —frijoles, garbanzos, lentejas— que alimentan
el cuerpo y restauran la tierra.
Cada siembra y cada cambio de terreno va de la mano con las cuatro
estaciones del año, que marcan con sabiduría ancestral los tiempos de la
vida campesina:
En primavera, la tierra se despereza. Es tiempo de preparar el terreno,
de arar, de sembrar las primeras semillas de esperanza.
En verano, el campo estalla en vida, las lluvias bendicen la milpa,
crece la verdolaga, florecen los árboles, y se abona el futuro.
En otoño, llega la cosecha. Se levantan los frutos, se guarda el grano,
se agradece al cielo. Es la temporada del maíz, del frijol, de la
calabaza… y también del silencio reverente.
En invierno, la tierra reposa. Pero no duerme. Se siembra el garbanzo,
se cortan ramas, se acumulan hojas secas. Se encienden fuegos que
limpian, preparan y abonan para el coamil. La ceniza es sagrada.
En el centro sagrado de todo está el maíz, el grano padre, el verbo
hecho planta. A su lado, sus dos hermanas eternas: el frijol trepador y
la calabaza protectora del suelo. Las tres hermanas crecen unidas, se
cuidan, se nutren: son el símbolo viviente de una economía de
cooperación.
Junto a este ciclo florecen las flores ceremoniales: el cempasúchil que
guía a los difuntos, la jamaica que endulza los días, el árnica, el
albahacar, el romero, guardianes del cuerpo y del espíritu. También
crecen las verdolagas, humildes, espontáneas, sabrosas… recordándonos
que la tierra da incluso sin pedir permiso.
Alrededor de la milpa está la vida entera. El equipaje del sembrador: el
cesto con tacos de frijoles, el morral, el caracol que guarda el tiempo,
el machete, el pico, la guadaña, la pala, el arado de madera. Junto a
él, su perro fiel, y al caer la tarde, en el umbral de la casa, el gato
guardián de los rincones… y también los ratones, que vienen por lo que
cae, porque hasta ellos tienen su lugar.
En el corral, rumiando la paciencia, están las vacas, los borregos, los
chivos, los burros. En el gallinero, las gallinas, los guajolotes, los
patos, los gansos. Todos ellos dan alimento, calor, compañía. Y después
de la cosecha, se les deja entrar a la parcela, a comer lo que quedó, y
a abonar con gratitud el suelo. Todo se reintegra. Nada se desperdicia.
Alrededor de todo, florecen los árboles frutales: el aguacate, la lima,
el manzano, la pera, el melocotón. No se siembran con prisa: se siembran
con fe, para los hijos y los nietos. Son la promesa del tiempo largo.
Y en el cielo, reinan las guacamayas de colores, las palomas mensajeras,
los gavilanes vigilantes, los buitres que limpian el campo, los búhos
nocturnos que cantan sabiduría entre sombras.
Esta vida no es atrasada, ni pobre, ni ignorante como algunos la pintan.
Esta vida es rica, sabia, armónica, sostenible, completa. El campo
mexicano no es sólo un territorio: es una escuela de resistencia, una
universidad de equilibrio, una poesía viva que se camina con las manos.
En medio de un mundo artificial que produce sin alma y consume sin
sentido, la vida en el campo nos recuerda que vivir bien no es tener
más, sino estar mejor con lo esencial. Nos recuerda que el alimento nace
del amor, que el tiempo se mide en lunas, que el respeto se cultiva como
la tierra.
Que esta columna no sea solo lectura, sino semilla. Que quien la lea,
siembre. Que quien siembre, honre. Que quien honre, coseche no solo
frutos… sino dignidad, comunidad y libertad.