Por Jaime Martínez Veloz
El ingeniero Heberto Castillo Martínez se integró a la Comisión
de Concordia y Pacificación investido con la dignidad de un
científico destacado, que dedicó toda su vida a una lucha
permanente por el más ambicioso de sus proyectos: la democracia.
Su larga y fecunda trayectoria política ayudó en forma
significativa a que esta instancia política, expresión plural
del Poder Legislativo, adquiriera rápidamente peso y dimensión
mayor en el complejo escenario del problema chiapaneco.
Fue sólo una de las muchas y valiosas contribuciones que el
compañero Heberto hizo a una lucha que no se centra sólo en
Chiapas y cuyo fin está mucho más lejano que la sola solución
del conflicto en esa entidad.
Es una lucha nacional que trasciende a los grupos y a los
partidos, que nace y tiene su escenario en las comunidades, en
los ejidos, en las colonias, en el corazón de la mayoría de los
mexicanos...
Una lucha que llevarán a la victoria mujeres y hombres libres
como lo fue Heberto.
Caracterizaban su acción y su pensamiento la impaciencia, la
tenacidad y la generosidad que sólo abunda en las mentes y los
corazones jóvenes.
Heberto tenía muchos años de experiencia en ser joven y murió
siendo joven.
Hasta el último minuto nos dio una lección de impetuosidad, de
ansiedad de hacer, una obstinación por el cambio que quisiéramos
ver multiplicada en todos nuestros jóvenes.
Sabía que frente a la voluntad se amplían los límites de lo
posible.
En sus últimos meses, junto a otro viejo-joven admirable, Don
Luis H. Álvarez, entregó en el inagotable ir y venir de las
negociaciones en Chiapas buena parte de la fortaleza física que
le falto al momento de defender su propia vida.
El compañero Heberto fue miembro destacado de una generación que
se formó y forjó en el espíritu nacionalista y solidario de la
primera etapa posrevolucionaria.
Conoció un país imbuido en los principios democráticos,
igualitarios y libertarios por los que habían entregado su vida,
centenas de miles de mexicanos.
Fue desde esos inicios, como joven integrante del equipo de
Lázaro Cárdenas, testigo y actor de una segunda etapa de lucha:
convertir en realidad los planes y compromisos que habían hecho
soñar a nuestro pueblo con un mañana mejor y frente a los cuales
crecía un peor enemigo: la burocracia.
De allí, de esa etapa en que convivió de cerca con actores de
todos los niveles en el movimiento revolucionario, seguramente
surgieron dos de sus convicciones permanentes: ningún partido o
grupo puede adjudicarse la propiedad de la gesta popular, cuyo
legado, además, es un mandato permanente y vigente para todo
mexicano bien nacido.
De medir la distancia creciente entre los compromisos y los
hechos se fueron endureciendo su obstinación e intransigencia en
la crítica, conductas que lo llevaron al máximo sitial entre los
luchadores definidos por Brecht: los pocos, los mejores, los que
luchan toda su vida.
Terco y tozudo, siempre defendió su verdad con pasión. Muchas
veces se equivocó, pero muchas más la razón estuvo de su lado.
Fue un animal político apasionado, pero también un hombre
intenso, que conocía y disfrutaba la sabia de la vida, amigo
generoso y abierto compañero, dispuesto a entender y a negociar,
a compartir y a conciliar.
Capaz tanto de exaltarse ante la intransigencia como también de
recordar y compartir la última sonrisa de su nieto en el curso
de la más seria negociación.
Hablaba con la misma pasión de la patria y de su familia, con un
amor entrañable y profundo.
Con esa personalidad marcada por el humanismo y una envidiable
experiencia en la práctica política, jugó en el seno de la
COCOPA un papel fundamental, pero nunca protagónico.
Su confianza en la razón, la capacidad dada por su estatura
política para exigir conciliación y su obstinación en sostener
el diálogo fueron factores decisivos en más de una ocasión.
Hoy, el país resiente su ausencia como la resiente toda la
realidad política mexicana, en la que fue actor de primer orden
por más de medio siglo.
Vano sería volver aquí a los hitos de ese recorrido histórico
que todos hemos rememorado desde la partida de Heberto.
Por eso, he querido centrar mis referencias en el aspecto más
humano, en el conocimiento intimo que logré gracias a nuestra
común lucha por el imperio de la razón en Chiapas, el nos llevó
a compartir muchas jornadas en los últimos años.
Pese a la confianza y al plano de igualdad en que dirimimos
muchas veces apreciaciones diferentes sobre los acontecimientos
que nos ocupaban, nunca pude dejar de verlo como a un maestro.
Sus primeras impresiones me llegaron hace muchos años, cuando mi
instinto de joven me llevó a compartir los ideales universales
del 68.
Treinta años después seguí recibiendo lecciones, la principal de
ella su humanismo.
En la última etapa, la capacidad para encontrar la esencia de la
verdad en los planteamientos de una parte para defender esa
posición ante la contraria y provocar un obstinado tránsito a la
conciliación.
Por ello también compartí su íntima y profunda decepción ante la
regresión de un camino larga y pacientemente recorrido hasta los
acuerdos de San Andrés.
Con la misma pasión con que en los 70 nos advirtió el inmenso
riesgo del sueño de opio petrolero, en sus últimos días tocaba
toda puerta posible para quitar obstáculos y desentrañar mentes
en su obstinación de regresar la cercanía de la paz.
Hoy, por, sobre todo, su ausencia física es mandato y
compromiso.
Gobierno y zapatistas, partidos e instancias, hombres y
organizaciones, debemos compartir esa obstinación por la razón.
Frente a un conflicto que es sólo parte de una problemática
mayor y más profunda, debemos entender que la salida en Chiapas
es la senda hacia el futuro más justo que debemos construir sin
odios ni exclusiones.
Lograrlo requiere comprender y asimilar los mejores y mayores
valores de Heberto Castillo Martínez:
Su humanismo, su tenacidad, su eterna juventud rebelde...
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