Por
Jorge Majfud | 01/05/2015 | Cultura
Fuentes: Rebelión
Las
cenizas de Eduardo Galeano no se habían enfriado todavía
cuando un ejército de sabios desenvainó sus viejas
plumas para mantener viva la heroica tradición de
denuncia contra los «teóricos de la conspiración». Sus
generales olvidan o minimizan el rol de los
conspiradores, aquellos que no manejaban teorías ni
palabras hermosas sino estrategias y acciones […]
Las cenizas de Eduardo Galeano no se habían enfriado
todavía cuando un ejército de sabios desenvainó sus
viejas plumas para mantener viva la heroica tradición de
denuncia contra los «teóricos de la conspiración». Sus
generales olvidan o minimizan el rol de los
conspiradores, aquellos que no manejaban teorías ni
palabras hermosas sino estrategias y acciones precisas,
aquellos que no escribían libros sino abultados cheques
y decretos lapidaros.
Es interesante leer cómo se califica a intelectuales y
escritores como Galeano de radicales extremistas: hace
más de cuarenta años Galeano quiso, entre muchas otras
cosas, explicar el subdesarrollo de América Latina como
consecuencia del desarrollo ajeno que, solo por
coincidencia, era el desarrollo de aquellos países que
practicaron a escala global la brutalidad imperialista
cuando no colonizadora, la esclavitud gratuita cuando no
la asalariada, las opresiones de aquellos que pueden
oprimir. Desde entonces, sus enemigos no han dejado de
explicar ese mismo subdesarrollo como consecuencia de
que los latinoamericanos leían a Galeano. El
imperialismo, los golpes de Estado, las guerras civiles
inducidas, los complots vastamente documentados por sus
propios autores, nunca existieron o solo fueron un
detalle.
Ahora, si un intelectual no es radical (en el sentido de
«ir a la raíz») no sirve para nada o simplemente es un
difusor de propaganda y de lugares comunes. Lo cual no
quiere decir que la acción que siga a un pensamiento
radical debe ser radical. A mi modesto entender, la
mejor formula es piensa radical, actúa moderado, porque
uno nunca sabe en qué punto las ideas y los
razonamientos toman un mal camino, ya que, a diferencia
del corazón, el cerebro es un órgano programado para
equivocarse. Pero no es mala idea usarlo de vez en
cuando.
No deja de ser significativo por demás el hecho de que
aquellos que usan las palabras son extremistas, mientras
los que se valen de toda la fuerza de las armas y de los
capitales más poderosos del mundo son invariablemente
moderados. Lo que de paso prueba de qué lado están los
creadores de opinión.
Eso queda claro cuando un presidente lanza a todo un
país a una guerra equivocada (o basada en «errores de
información», o en «falta de inteligencia», como luego
reconocieron primero Bush y luego Aznar, dos máximos
teóricos y prácticos de la conspiración), deja un tendal
interminable de cadáveres por todo el mundo y luego de
unos años se retira a un rancho a pintar sospechosos
autorretratos al mejor estilo Van Gogh: le hubiese
bastado una sola palabra políticamente incorrecta para
perder su trabajo y su honor. Una palabra, nada que no
haya podido decir en el sagrado seno de su hogar, por
ejemplo «negro», «marica» o algo por el estilo
deslizadas sin querer sobre un micrófono en una cena de
mandatarios o en un almuerzo de beneficencia, alguna
palabra sincera que luego llaman desafortunada y que le
hubiese ahorrado a la Humanidad medio millón de muertos
y un continente entero sumido en el caos.
Claro, aunque quienes usan palabras desde el margen son
peligrosos extremistas, luego resulta que sus libros
solo están llenos de palabras bonitas. Como si los
poetas cortesanos que tanto abundan en nuestro tiempo
con otros nombres no usaran palabras para justificar al
poder de turno.
Los moderados del centro no critican la realidad; la
manipulan a su antojo. O casi, porque también existe
desde siempre la dignidad de la resistencia que,
paradójicamente, ha sido la que ha probado ser la fuerza
mas democrática y progresiva de la historia. Basta con
echar una mirada al siglo XX para hacer una lista
innumerable de antiguos demonios que ahora son venerados
como dioses de la democracia y los derechos humanos.
Claro, los poderosos, no los hombres de letras sino los
de armas y dinero, son los realistas, los que han
alcanzado la madurez de la experiencia, la sabiduría de
cómo funciona el mundo. La realidad es la que ellos han
organizado en su beneficio y para que otros poetas
cortesanos canten loas al emperador de turno. Casi todo
el progreso ético, científico y tecnológico de la
historia se produjo en etapas de la historia previas al
capitalismo o sus autores, creadores, inventores mas
recientes (Galileo, Newton, Einstein, Turing, casi todos
los cerebros que desarrollaron Internet en Estados
Unidos, etc.) fueron cualquier cosa menos capitalistas.
Pero resulta que a la magia del capitalismo y sus
pastores, los mega gerentes e inversores, les debemos la
invención del cero y la llegada a la Luna, la conquista
de los Derechos Humanos, la democracia y la libertad,
como si no hubiese abundante ejemplos de dictaduras
tradicionales donde el capitalismo ha florecido, desde
la vieja América Latina hasta la más moderna China,
pasando por plutocracias como la de Estados Unidos.
Se le atribuye a Göring la fase: «cuando oigo la palabra
cultura, saco mi revolver». Sea suya la expresión o no,
lo cierto es que esa fue la practica nazi. A principios
de los 60, recuerda el premio Nobel Cesar Milstein que
un ministro del gobierno militar decía que en la
Argentina las cosas no se iban a arreglar hasta que no
se expulsaran a dos millones de intelectuales. Cuando
efectivamente, en la década de los sesenta, se expulsó a
Milstein y a todo un grupo de inminentes científicos y
escritores, la Argentina se encontraba a la par
intelectual de Australia y Canadá. El resto es historia
conocida: la culpa es de Eduardo Galeano y su libro Las
venas abiertas de América Latina, y por eso el libro fue
prohibido en el continente y su autor debió exiliarse en
Europa.
Galeano dedicó su vida a criticar a los poderosos; los
poderosos nunca se defendieron, porque otros dedicaron
sus vidas a criticar a Galeano.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del
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