5 de enero de 2022
Actualizado el 06/01/2022
Al norte del Río Bravo, que en Estados Unidos se conoce
como Río Grande, México deja de llamarse México. Una vez
cruzada esa frontera de agua –o de desierto, dependiendo
por dónde se cruce–, México se convierte en Texas,
Arizona, California o Nevada. Los mexicanos se tornan
angelinos, neoyorquinos, bostonianos, y se vuelven
fanáticos de los Yankees, los Dodgers y el Galaxy. Uno
podría pensar que ahí se acaba México; pero basta
fijarse en las manos de estos migrantes para darse
cuenta de que siguen siendo mexicanas.
Son mexicanas las manos de las mujeres que limpian las
habitaciones de los grandes hoteles en Manhattan y en
Las Vegas y las de los cocineros que, en restaurantes de
todo el país, preparan comida típica de países de todo
el mundo. Mexicanas son las manos de las chefs que
diseñan el menú de los restaurantes de Beverly Hills y
las de los directores de cine que lo degustan después de
haber recibido un Óscar. México, se sabe, tiene muchos
rostros; pero las manos, esas siempre son iguales.
En Estados Unidos viven 38 millones de mexicanos. Once
de estos millones nacieron en México y los otros 27, en
Estados Unidos; es decir, son mexicanos de segunda,
tercera o alguna más lejana generación. Esta cantidad
equivale a la suma de la población de Bélgica, Grecia,
Portugal y Noruega y a una tercera parte del total de
mexicanos que viven en México. Un poco más de datos: de
estos mexicanos en el norte, la mitad ha vivido en
Estados Unidos por más de 20 años; seis de cada diez
viven en California o en Texas; el 70% habla inglés de
manera fluida, y el 65% conserva el uso del español.
Pero 38 millones de mexicanos también representan un
bono demográfico en un país donde la población blanca
envejece y la fuerza de trabajo joven cambia de manos:
la edad media de los mexicanos en Estados Unidos es de
27 años, muy por debajo de la media estadounidense, de
38; esta tendencia se mantiene. Esos 38 millones de
mexicanos también representan el envío de remesas hacia
México por casi 40.000 millones de dólares, y equivalen
al 60% de los hispanos en Estados Unidos, un grupo con
un poder de compra de casi 700.000 millones de dólares
–uno de cada diez dólares de la renta disponible en el
país.
Muchas razones para emprender el viaje
Gran parte de la pobreza en México es paliada por
quienes migran a Estados Unidos que, a su vez, se
integran a los deciles de los más pobres de ese país
para subir el nivel de vida de sus familias en el otro.
No se piense, sin embargo, que el ingreso económico ha
sido el único motor para mover el hogar al norte. Es
verdad que millones de mexicanos en Estados Unidos
llegaron de manera indocumentada –al igual que millones
de inmigrantes provenientes de otros países–, pero
durante las últimas dos décadas el número de personas
que se encuentran en el país ilegalmente han ingresado a
él con documentos legales, sean estos un pasaporte de un
país que no requiere visa, o una visa de estudios, de
turismo o de trabajo que han dejado vencer. Esta
migración de cuello blanco es la evidencia de que hay
tantas razones para migrar como migrantes en el país.
Las manos que trabajan, estudian, limpian y curan tienen
sus historias propias.
Si bien es cierto que muchos han cambiado de país para
mejorar la vida de la familia en el lugar de origen,
muchos otros lo han hecho para, simple y llanamente,
conservar la vida. Como ocurre con los migrantes
centroamericanos, un gran número de mexicanos van hacia
el norte no porque quieren, sino porque la corrupción y
la impunidad en todos los niveles del Estado mexicano
pone su vida en riesgo y los obliga a marchar. Algunos
han migrado por razones médicas, como la familia que
desde hace dos décadas vive en California sin documentos
porque los padres, a pesar de ser profesionistas y tener
una vida económica estable en México, solo pudieron
obtener un tratamiento médico para su hija en Estados
Unidos. Hay quienes optaron por vivir en ciudades como
Los Ángeles, San Francisco o Nueva York, donde pueden
vivir abiertamente su identidad de género y su
orientación sexual, tras haber sido violentados en sus
conservadoras comunidades de origen.
Hay también un motivo para migrar que tiene que ver con
la actividad productiva. Cientos de miles de
trabajadoras y trabajadores campesinos y/o indígenas,
procedentes de los estados sureños de Oaxaca, Chiapas o
Guerrero, optaron por viajar a Estados Unidos para ir a
trabajar los campos. Esta también es una historia de dos
décadas de duración. De acuerdo con el paradigma
neoliberal de la distribución del trabajo, el cual se
materializó en México a través del Tratado de Libre
Comercio de América del Norte (TLCAN o NAFTA, por sus
siglas en inglés), las manos mexicanas que hasta
entonces cultivaban los campos tendrían que haberse
mudado a las maquilas para ensamblar aparatos
electrónicos fabricados en plantas de empresas
multinacionales –la puerta al primer mundo. No ocurrió
así, por supuesto; los trabajadores tomaron sus manos,
sus pertenencias, y se marcharon al norte a seguir
trabajando el campo, ahora a cambio de un salario de
siete dólares la hora. Resumido en buen “mexicano” por
una campesina de California: se llevan la misma chinga,
pero ahí está mejor pagada. Huelga decir la enorme
fortuna que esto representó para la sociedad
estadounidense durante el año de la pandemia, cuando las
manos que cultivan y cosechan, las que limpian, las que
reparten, las que cuidan y las que curan se convirtieron
en -“esenciales”.
Así que en Estados Unidos hay millones que viven
extrañando su casa, a sus padres, a sus amigos. Hay
quienes dejaron enterrado el ombligo –un ritual de
origen indígena que vincula a los recién nacidos con la
tierra que los vio nacer– y sueñan con volver. No
vuelven porque aquí hay una hija que va a la universidad
o un hijo que puede andar por las calles sin ser
reclutado por el narco, y porque allá hay una madre que
puede comprar medicinas con los dólares que cruzan
fronteras. Pero todo ese México, que no quepa duda,
sigue latiendo a flor de piel.
Si recordamos que el pico de la migración mexicana a
Estados Unidos se dio a principios del siglo XXI, es
fácil entender que, después de dos décadas, hay quienes
han regularizado su situación migratoria y construido
una vida estable. Que hay quienes han formado una
familia que ya se siente más gringa que mexicana, y que
también hay quienes no pueden o no quieren volver. Pero
no importa si llegaron hace unos pocos años, o si sus
ancestros vivieron desde siempre en el valle de Texas,
antes de que la frontera los cruzara a ellos; las redes
de resistencia y solidaridad que caracterizan a esta
comunidad tienen en común un trabajo contra el racismo,
la xenofobia y el clasismo. Todos, independientemente de
su circunstancia personal, superaron la barrera del
lenguaje, del origen, del color de piel y de la
identidad cultural. Estos mexicanos con frecuencia se
han involucrado en el trabajo para proteger su derecho a
la salud, a la educación, al trabajo digno, a la
reunificación familiar y a la representación política. A
vivir con tranquilidad en la tierra que uno trabaja y
que, a pesar de todo, uno termina por amar.
Muchos migran para ayudar a sus familias en México;
otros, para conservar la vida o para vivir abiertamente
su orientación sexual
Aunque resulta fácil apuntar con dedo flamígero a la
maquinaria imperialista/capitalista del sistema
estadounidense, los mexicanos en Estados Unidos no
olvidan la responsabilidad del Estado mexicano en el
proceso de emigración. Saben que a pesar de depender del
dinero que envían sus propios migrantes, México no
quiere migrantes centroamericanos cruzando el país –un
país que, al mismo tiempo que envía a la Guardia
Nacional a su frontera sur para impedir el paso de
migrantes-, homenajea a los exiliados republicanos
españoles que llegaron a México a bordo del buque Sinaia
hace 80 años.
México, el país que a lo largo del siglo XX se
caracterizó por recibir extranjeros con los brazos
abiertos, terminó por invisibilizar su propia migración
hacia Estados Unidos. El último Gobierno mexicano que
dedicó recursos significativos a la atención de esa
comunidad fue el de Vicente Fox, en el año 2000. Con la
llegada de Felipe Calderón, seis años más tarde, la
migración forzada por el exilio y la violencia se sumó a
la económica. El actual presidente de México, Andrés
Manuel López Obrador, ha limitado su discurso a los
migrantes centroamericanos que cruzan México, ignorando
al México del Norte. Y los mexicanos en Estados Unidos,
mientras tanto, se han politizado, piden cuentas a sus
congresistas en Washington, y también a los gobernadores
de sus estados en México, porque saben que con el dinero
que envían tienen derecho a recibir esas cuentas. Los
mexicanos en Estados Unidos resisten y se niegan a ser
víctimas del sistema fallido de ambos países.
Americanos y latinos
A la indiferencia lanzada desde México se suma el
intento de diluir la identidad mexicana que opera en
Estados Unidos. Cuando un mexicano llega a ese país, de
inmediato es añadido a esa masa anómica etiquetada como
‘brown’, hispana o latina. Durante los primeros años
resulta difícil entender la propia pertenencia a este
grupo ya que, en términos estrictos, latino es cualquier
habitante de los pueblos de Europa y América que hablan
las lenguas derivadas del latín. Latinos somos entonces
los mexicanos, argentinos, españoles, italianos o
franceses; latinoamericanos los que somos americanos,
latinoeuropeos los que son europeos. Pero por alguna
razón, en la comunidad internacional los estadounidenses
terminaron siendo “americanos”, y los demás, incluyendo
a los mexicanos, llanamente “latinos” –y los otros
latinos, los originales“, ”europeos“.
Fuera de México y de Estados Unidos, al resto del mundo
le falta mirar de cerca a los mexicanos del norte y, más
allá de la coyuntura económica y el discurso político,
reconocerlos como la fuerza y la esencia de dos países
en deuda con ellos. Los mexicanos en Estados Unidos
–pese a la ausencia de documentos, a la explotación
laboral, a la invisibilización de su fortaleza– llevan
consigo su cultura, su alegría, el carácter mestizo que
les ha permitido conservar su identidad. En cada sitio
donde hay dos o más mexicanos, es posible encontrar
música, comida, atuendos plenos de color, expresiones
llenas de humor inteligente y picardía. Los chicos de
segunda y tercera generación hablan en inglés, pero “for
breakfast” piden café y pan dulce, así, en español. El
idioma se vuelve identidad; las palabras comunican más
allá de su significado y reivindican la historia y el
origen.
En el norte, pues, resulta fácil encontrar a México. La
gente trabaja y sobrevive, y continúa amando, cocinando,
bailando; se enamora, se desenamora, tiene hijos y se
enorgullece de ellos. En el México del Norte es fácil
ver a una joven oaxaqueña bailando un jarabe de la
sierra, y a la mañana siguiente llegar a la Universidad
de Berkeley para la clase de las 10. Los mexicanos,
estén donde estén, dejan una impronta que se extiende a
sus hermanos centroamericanos, sudamericanos, que llena
de esa misma alegría todo lo que toca, aunque el mundo
allá afuera piense que México termina donde empieza un
río.
Para la persona que cruza la frontera de regreso a
Estados Unidos, después de haber visitado a la familia
en su pueblo de origen, hay una risita interior difícil
de contener cuando un agente de aduanas le pregunta en
inglés: “What are you bringing from Mexico?”. Pero oiga,
¿es que usted no ha visto nuestras manos? ¿No ha visto
que, de México, ya lo hemos traído todo?
PUBLICADO EN: eldiario.es
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