Publicado por Desde Abajo
Autor/a: Leigh
Phillips
Oppenheimer, de
Christopher Nolan, es una evocadora exploración de las
contrastantes dimensiones de la modernidad. La película
explora los horrores que puede provocar el avance de la
tecnología junto a las estimulantes cotas de los logros
humanos.
En 1913, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, el
poeta y socialista francés Charles Péguy escribió: «El
mundo ha cambiado menos desde los tiempos de Jesucristo
que en los últimos 30 años».
En el espacio de esas tres décadas (años más, años
menos), Thomas Edison había iluminado la noche con su
bombilla de filamento incandescente, donde antes solo
las costosas velas, el aceite de ballena o el gas habían
horadado en la oscuridad. Mediante la grabación sonora
del fonógrafo, Edison también proporcionó lo que el
difunto crítico de arte australiano Robert Hughes, en su
arrolladora historia documental del modernismo en el
arte, The Shock of the New, denominó «la extensión más
radical de la memoria cultural desde el libro impreso».
Los hermanos Lumière nos habían dado la cámara de cine;
Guglielmo Marconi, el telégrafo sin hilos o, como lo
conocemos hoy, la radio; Étienne Lenoir y Nicolaus Otto,
el motor de combustión interna; y Rudolf Diesel, su
versión homónima de ese aparato.
Marie Curie había descubierto la radiactividad; la
pasteurización de Louis Pasteur había conducido al
descubrimiento de los virus y a las pruebas de Robert
Koch de la teoría de los gérmenes de la enfermedad; el
proceso de Fritz Haber y Carl Bosch para la producción
sintética de amoníaco en esencia hizo Brot aus Luft —o,
como decían en alemán, «pan del aire»— que llegaría a
alimentar a miles de millones. Y los hermanos Wright
habían hecho realidad el milagro con el que nuestra
especie soñaba desde los mitos de Dédalo e Ícaro: el
vuelo humano.
En este periodo increíblemente breve llegaron el
teléfono, la primera pila, los primeros plásticos, la
aspiradora, la refrigeración, el tractor, la
estilográfica y el bolígrafo, incluso el papel higiénico
y el sujetador, y tantos otros inventos y
descubrimientos que mejoraron radicalmente la condición
humana, o al menos la condición de cierto número de
humanos. El asombro de Péguy ante lo que había ocurrido
en apenas tres décadas se hace eco del asombro del
propio Karl Marx ante lo que el capitalismo había
desencadenado ya en 1848. A veces se olvida últimamente,
pero el Manifiesto comunista no se limitó a criticar
este sistema económico. El panfleto también lanzaba un
himno a su capacidad revolucionaria, más laudatorio
incluso que las alabanzas de un friedmanita o un
objetivista:
La burguesía vino a demostrar (…) cuánto podía dar de sí
el trabajo del hombre. La burguesía ha producido
maravillas mucho mayores que las pirámides de Egipto,
los acueductos romanos y las catedrales góticas; ha
acometido y dado cima a empresas mucho más grandiosas
que las emigraciones de los pueblos y las cruzadas.
En su serie, Hughes expuso el convincente argumento de
que este aumento increíble y sin precedentes del ritmo
del progreso produjo una sensación generalizada de un
nuevo orden de cosas —«un cambio en la visión que el
hombre tenía de sí mismo y del mundo»— que impulsó la
aparición del arte moderno. No fueron solo las nuevas
tecnologías, como la fotografía y el cine, las que
produjeron formas artísticas totalmente nuevas;
pintores, escultores, arquitectos, compositores,
coreógrafos y escritores se esforzaron por producir
nuevas técnicas y estilos que intentaran tanto describir
esta aceleración como igualarla.
Sin embargo, Péguy se enfrentaría rápidamente a la cara
de Jano de la modernidad. En este mismo periodo de gran
ciencia y gran innovación, Alfred Nobel había ideado
también los explosivos militares, el detonador y el
casquillo de percusión. En 1904 nació la ametralladora y
en 1912, el tanque. Los nitratos artificiales del
proceso Haber-Bosch no solo habían liberado la
producción en masa de fertilizantes, sino también la de
municiones. Como teniente de la infantería francesa,
Péguy recibiría un disparo en la frente apenas un mes
después de iniciada la Gran Guerra.
Mientras que los horrores de la Primera Guerra Mundial
empujarían a algunos a una retirada contra la
Ilustración de los «molinos oscuros y satánicos» del
capitalismo industrial, otros —entre los que se
encontraban muchos artistas y científicos— se
convencieron aún más por la guerra y su conclusión con
la Revolución Rusa de que lo que los marxistas llamaban
las «fuerzas de producción» estaban tensando los
grilletes que les imponían unas relaciones de producción
anticuadas. El poderío industrial de la modernidad podía
encargarse de la destrucción masiva o podía ponerse al
servicio de un nuevo mundo de libertad sin límites. Este
es el momento en que Lenin definió célebremente al
comunismo como «el poder soviético más la
electrificación de todo el país». A finales de la década
siguiente, el crack de Wall Street y la Gran Depresión
no habían hecho sino aumentar la convicción generalizada
de que el capitalismo estaba en las últimas.
Desde entonces, novelistas, dramaturgos y cineastas han
relatado en numerosas obras a los artistas bohemios y
libertinos que eran al mismo tiempo radicales políticos
o simpatizaban con ese radicalismo, y viceversa: los
socialistas y sindicalistas que eran al mismo tiempo
poetas, dramaturgos y compositores modernistas o que
veían expresadas sus grandes esperanzas políticas en el
nuevo arte.
Pero en este tópico sobre los habitantes de Bohemia se
pierden todos los científicos e ingenieros de la época
que también eran radicales, y no menos enamorados del
nuevo arte. No todos los artistas eran radicales, ni
tampoco todos los científicos. Pero cualquier historia
de la ciencia de principios del siglo XX está plagada de
socialistas, de sus compañeros de viaje y de quienes en
un momento u otro simpatizaron con esas ideas: el
matemático (y filósofo) Bertrand Russell, el químico
Linus Pauling, el pionero de la cristalografía J. D.
Bernal, el biólogo evolucionista J. B. S. Haldane, los
físicos Albert Einstein, Paul Dirac, Max Born, David
Bohm y J. Robert Oppenheimer, y tantos otros. Apenas hay
una biografía de los grandes científicos de esta época
que venga sin un índice repleto de referencias al
socialismo, al Partido Comunista de Estados Unidos (CPUSA)
o a otros aspectos del universo izquierdista.
Hoy en día, la separación entre ciencia y arte, entre la
ciencia y la tecnología y las humanidades, es quizá
incluso mayor que cuando el físico y novelista C. P.
Snow se burló por primera vez en 1959 del abismo
emergente entre estas dos culturas. Muchos, desde
liberales a izquierdistas radicales, desconfían ahora de
la tecnología y advierten repetidamente de la supuesta
arrogancia de la ciencia. El tropo del científico loco
del cine, la literatura y la música es omnipresente.
Así que parece extraño que fuera una época heroica, en
la que existía una unidad de las ciencias, las artes y
la política progresista, consideradas cada una de ellas
por los implicados como parte esencial del mismo
proyecto: la liberación humana.
Necesitamos recordar el regocijo, esa sensación de
propósito colectivo e interdisciplinar, que muchos de
los que participaron en este periodo sintieron antes de
la desilusión con la modernidad que más tarde,
comprensiblemente, se instalaría durante y justo después
de la Segunda Guerra Mundial. Nuestra comprensión del
alcance del genocidio producido industrialmente por los
nazis nos mostró un mal históricamente único, que no
podría haberse producido a tal escala antes de la
modernidad. Nuestro reconocimiento de la verdad de la
Unión Soviética de Stalin nos llevó a la conclusión de
que el utopismo conduce inevitablemente al exterminio.
Estos terrores de la modernidad no son ahora más que el
trasfondo ético-histórico para casi todos nosotros. Los
que vivieron la totalidad de ese viaje ya han muerto
casi todos. Hoy reconocemos el peligro y lo ignoramos al
mismo tiempo. Muy pocos se preguntan si se puede
recuperar y mantener la promesa liberadora de la
modernidad.
J. Robert Oppenheimer: la modernidad encarnada
A este embrollo llega la impresionante película de
Christopher Nolan, Oppenheimer, adaptación de la
biografía American Prometheus de Kai Bird y Martin
Sherwin. Quizá no haya otra figura en la historia del
siglo XX que represente mejor esa unidad del modernismo
y ese arco que va del regocijo modernista a la
desilusión que Julius Robert Oppenheimer: poeta,
compañero de viaje comunista y padre de la bomba
atómica. Sus intentos de trascender la paradoja de la
modernidad presionando a favor de la
internacionalización del desarrollo pacífico de la
energía nuclear y contra la proliferación de armas
nucleares le convirtieron en una de las víctimas más
conocidas del macartismo y casi le destruyeron
profesionalmente.
La película comienza con los días de estudiante de
Oppenheimer en Cambridge en los años veinte. En un
brillante montaje vemos a nuestro protagonista en un
museo contemplando la Mujer con los brazos cruzados de
Picasso, luego escuchando a Igor Stravinsky y leyendo La
tierra baldía de T. S. Eliot. El joven Oppenheimer,
interpretado por Cillian Murphy, se encuentra
«atormentado por visiones de un universo oculto» como
resultado de la nueva ciencia profundamente
desestabilizadora que pone patas arriba la física
clásica de Newton y Einstein (cuya propia relatividad ya
era suficientemente desestabilizadora) y deja inquieto
el propio determinismo del universo.
En lugar de una exposición torpe que intente explicar el
reino cuántico al público masivo, Nolan realiza una de
sus películas más visualmente experimentales hasta la
fecha, expresando el vértigo intelectual de Oppenheimer
con ondas de gotas de lluvia en charcos, vibraciones de
luz y estrellas que explotan y mueren. El resto del
primer acto nos lleva por escenas que exploran las
primeras investigaciones de Oppenheimer; sus esfuerzos
por sindicalizar a sus colegas; cenas y salones con
liberales, socialistas, comunistas y otros
«antifascistas prematuros» dedicados a recaudar fondos
para defender a la asediada República Española; y la
indiferencia de muchos de estos progresistas ante las
costumbres sexuales de la época. Picasso, Eliot,
Stravinsky, Bohr, Marx —o más exactamente, el arte, la
literatura, la música, la ciencia, el socialismo—forman
todos parte de la misma amalgama radical y
revolucionaria para esta gente.
Y esto no es solo una lectura espuriamente impuesta a la
última superproducción de Nolan. En una entrevista
reciente con el Boletín de Científicos Atómicos, el
director explica su atracción por el tema exactamente en
estos términos:
Estás tratando con personas que se dedicaban a una
reevaluación revolucionaria de las leyes del universo,
del mismo modo que Picasso y otros artistas se dedicaban
a una reevaluación revolucionaria del arte estético, de
la representación visual, del mismo modo que Stravinsky,
como sabes, estaba allí escribiendo toda su música, y
ciertamente Marx, los comunistas —es decir, pasando de
Marx, los comunistas años 20, la Revolución Rusa… Es
decir, estás reescribiendo literalmente todos los
aspectos de las reglas por las que vivimos, siendo la
física la más radical de todas ellas.
«Es una época increíble», continúa Nolan. «Y luego, por
supuesto, cuando empiezas a investigar y a ver el drama
de su historia y adónde fue a parar después, adónde fue
a parar realmente este fervor revolucionario, es cuando
tantas revoluciones acabaron en un lugar bastante
horrible».
La revolución de Einstein
Por muy alucinante que sea la mecánica cuántica, la
relatividad tampoco es un paseo. Einstein publicó los
dos postulados de su teoría especial de la relatividad
en 1905. De ellos, junto con otras leyes físicas, se
desprende E = mc2, su famosa equivalencia de masa y
energía.
Es una idea extraordinaria, que la masa y la energía son
la misma cosa. La ecuación intimida, pero no es tan
complicada. Sin embargo, sus ramificaciones son
colosales. Afirma que la energía contenida en un objeto
es igual a su masa multiplicada por el cuadrado de la
velocidad de la luz (299.792.458 metros por segundo,
multiplicado por sí mismo). El resultado es una cifra
gigantesca, incluso para una masa ínfima. Por ejemplo,
un libro de texto de un kilogramo (aproximadamente 2,2
libras) te daría en principio algo menos de 25.000
millones de kilovatios-hora de energía.
Al principio, sin embargo, apenas se intentó producir
ninguna aplicación del concepto. No podía haberla. Otros
físicos aceptaban sin duda la equivalencia masa-energía,
pero nadie tenía más que las mínimas pistas sobre cómo
aprovechar esta inmensa energía «congelada» en la
materia. Desde los trabajos de Henri Becquerel y Marie
Curie a finales de la década de 1890 sobre el radio y el
uranio, metales que producían misteriosamente
radiaciones durante meses sin pérdida aparente de masa,
se sabía ciertamente que se producía la desintegración
atómica, pero se trataba de un proceso aleatorio y
pasivo. No parecía posible controlar tal energía.
Sin embargo, las consecuencias de una densidad de
energía tan asombrosa eran evidentes de inmediato: una
fuente de energía que, si se hiciera accesible de algún
modo, superaría fácilmente la densidad energética del
carbón, el petróleo o el gas. O podría utilizarse en una
bomba de potencia devastadora.
Pero a finales de los años 20, mientras Einstein, Niels
Bohr y otros teóricos debatían furiosamente el
significado de la mecánica cuántica, los físicos
experimentales habían cogido el balón atómico y corrían
con él. El físico estadounidense Murray Gell-Mann
describiría mucho más tarde la mecánica cuántica como
«esa disciplina misteriosa y confusa que ninguno de
nosotros entiende realmente, pero que sabemos cómo
utilizar». Los experimentalistas resolvían un problema
tras otro a nivel atómico y pasaban rápidamente al
núcleo con el descubrimiento del neutrón por James
Chadwick y el trabajo de Enrico Fermi explorando el
impacto de los neutrones en el núcleo.
Sería extremadamente didáctico que Nolan intentara
contar toda la historia. Lo suyo es un drama, no un
documental. Sin embargo, hay tres aspectos clave de la
experiencia científica en general y de este periodo en
particular que Nolan consigue dramatizar de algún modo,
tomando material de origen densamente científico y
transmitiendo al menos algo de su ambiente a un público
masivo principalmente no científico.
El primero es el puro ritmo de descubrimiento de la
época, la sensación de desvelar grandes misterios.
Einstein escribiría más tarde que aquel periodo era como
ser un niño pequeño que se adentra en una inmensa
biblioteca llena de libros escritos en docenas de
idiomas: «El niño nota un plan definido en la
disposición de los libros, un orden misterioso, que no
comprende sino que solo sospecha vagamente».
La segunda es la rivalidad amistosa (y a veces no tan
amistosa) entre los teóricos y los experimentalistas. El
gran experimentalista Ernest Rutherford dijo de los
teóricos que «ellos juegan con sus símbolos, pero
nosotros descubrimos los hechos reales de la
Naturaleza». Con demasiada frecuencia, dicen los
experimentalistas, los teóricos se atribuyen la gloria
del descubrimiento, cuando son los primeros los que
llevan a cabo la verificación. En la película, esta
rivalidad se expresa tanto en la amistad como en las
bromas entre el teórico Oppenheimer y el
experimentalista Ernest Lawrence (Josh Hartnett).
Esta tensión entre los teóricos y los experimentalistas
produce un desarrollo clave de la trama: un alumno de
Oppenheimer, el experimentalista Luis Álvarez (Alex
Wolff), llega emocionado a clase describiendo que acaba
de leer en el periódico que Otto Hahn y Fritz Strassmann,
en la Alemania nazi, han logrado la fisión de núcleos de
uranio, el sueño de Leo Szilard y Fermi. En la película,
el teórico Oppenheimer se dirige directamente a la
pizarra y, mediante una serie de cálculos, muestra a
Álvarez que la teoría demuestra que esto es
completamente imposible.
Entonces Álvarez vuelve al laboratorio y repite con
éxito el experimento de Hahn y Strassmann. En cuestión
de minutos, Oppenheimer queda convencido. Es un momento
de humor ligero en el que los experimentalistas
«prácticos» ponen en evidencia a los teóricos
«soñadores», pero también desencadena a la perfección el
segundo acto de la carrera contrarreloj de la película:
el desarrollo de una bomba atómica antes que los nazis.
La gran ciencia
Se ha comentado poco en la cobertura de la película de
Nolan, pero el director también se las arregla para
dramatizar de forma que se muestre y no se cuente la
historia de cómo la ciencia se reorganizó radicalmente
durante este periodo, pasando de ser una actividad que
había tenido lugar exclusivamente en pequeños
laboratorios y aulas —con algunos laboratorios no mucho
más grandes que grandes armarios, y llevados a cabo por
equipos de quizás dos, tres, seis o siete personas como
máximo— a una empresa en la que los proyectos abarcaban
continentes, y más tarde el mundo entero.
El ingeniero contemporáneo de fusión nuclear y popular
escritor de Substack, Andrew Cote, señala que el
acelerador de partículas ciclotrón de Ernest Lawrence,
construido entre 1929 y 1930, podía caber cómodamente en
la mano, mientras que el segundo de Berkeley cabía en el
edificio de física más grande de Estados Unidos por
aquel entonces, y aun así solo medía veintisiete
pulgadas. En la actualidad, el Gran Colisionador de
Hadrones (LHC) de las afueras de Ginebra (Suiza), el
mayor acelerador de partículas del mundo, está formado
por un anillo de imanes superconductores de veintisiete
kilómetros de longitud. Construido por la Organización
Europea para la Investigación Nuclear (CERN), el LHC
alberga a más de diez mil científicos y colabora con
cientos de universidades y laboratorios de más de cien
países.
Cote lo denomina «ciencia a escala de la civilización»,
mientras que los historiadores de la ciencia lo llaman
«Gran Ciencia», un desarrollo impulsado en primer lugar
por el Proyecto Manhattan. En su punto álgido, el
Proyecto Manhattan empleó directamente a casi 130.000
personas, mientras que en total participaron más de
600.000 personas, y la financiación alcanzó el 1% del
gasto federal, o el 0,4% del PIB. (El Programa Apolo,
dos décadas más tarde, alcanzó el 2,2% de los gastos
federales).
En la actualidad, Estados Unidos alberga diecisiete
laboratorios nacionales, cada uno de los cuales, como
señala Cote, tiene el tamaño de una pequeña ciudad y
acoge a miles de científicos e ingenieros que investigan
la vanguardia del conocimiento. «Sin los laboratorios
nacionales no se consiguen cosas como Internet, el
almacenamiento láser de lectura-escritura, la
secuenciación genómica, el modelo estándar de la física,
los superordenadores, las nuevas aleaciones utilizadas
en misiones espaciales y automóviles, los cátodos de
baterías de nueva generación. El legado intelectual es
colosal».
Nada de esto habría sido posible sin el anteproyecto
redactado por Oppenheimer, que dirigió el equipo de Los
Álamos, y por el general de brigada e ingeniero Leslie
Groves (Matt Damon), que dirigió el Proyecto Manhattan
en su conjunto (incluidas otras instalaciones en Oak
Ridge y Hanford). Una vez más, Nolan consigue convertir
en un thriller político una historia potencialmente
árida sobre la tecnología de la organización, la
construcción de una nueva y vasta empresa pública y el
reclutamiento de científicos. Damon, en el papel de
Groves, tiene toda la razón al afirmar que el Proyecto
Manhattan es, de hecho, «la puta cosa más importante que
ha ocurrido en la historia del mundo».
Al exponer en el primer acto la unidad de los tres
reinos de la modernidad —el nuevo arte, la nueva
política, la nueva ciencia y tecnología—, Nolan facilita
al público contemporáneo la comprensión de cómo un
militar conservador como Groves podía estar a gusto no
solo con un compañero de viaje comunista como
Oppenheimer, sino también reclutar a docenas de
científicos que no eran meros compañeros de viaje, sino
que se sabía que eran miembros con carné del Partido
Comunista. El socialismo estaba en el aire mismo del
mundo moderno. No podías reclutar a las mejores mentes
de la física radical sin reclutar también a algunos
radicales.
Nolan también muestra cómo era factible la inversa de
este enigma político: cómo tantos izquierdistas podían
ponerse al servicio de la creación de un arma de
destrucción masiva que sería esgrimida por el estado
estadounidense. Junto a la amistad profesional del
protagonista con Groves, el corazón de la película se
encuentra en la amistad de dos judíos neoyorquinos,
Oppenheimer y el físico polaco-americano ganador del
Nobel Isidor Rabi (David Krumholz). Cuando Oppie intenta
reclutar a Rabi para Los Álamos, Rabi se niega,
diciendo: «Arrojas una bomba y cae sobre justos e
injustos. No deseo que la culminación de tres siglos de
física sea un arma de destrucción masiva».
Para Oppenheimer, la preocupación primordial e inmediata
es que Hitler esté exterminando a su pueblo y derribando
democracias en toda Europa. Sin embargo, no está
totalmente en desacuerdo con la postura de su amigo. «No
sé si se nos puede confiar un arma así, pero sé que a
los nazis no», concluye.
La película no defiende tanto que Oppenheimer sea el que
tiene razón aquí, el que tomó «la decisión difícil pero
necesaria», sino que acepta que ambas posturas, a pesar
de ser mutuamente excluyentes, pueden ser ciertas. Nolan
está diciendo, quizás, que no hay una respuesta fácil en
esta situación imposible. Pero solo quizás. La opinión
de Nolan sobre el tema en este punto de la película
sigue siendo en gran medida inescrutable.
Pero, desde luego, tampoco respalda los atentados. Tras
el anuncio del éxito de los dos bombardeos, vemos tanto
la euforia como la náusea de los científicos de Los
Álamos. Oppenheimer se pavonea con confianza, orgulloso
de lo que ha conseguido, pero también está horrorizado.
No vemos ninguna imagen de las 225.000 personas —en su
mayoría civiles— que murieron en Hiroshima y Nagasaki.
En su lugar, Oppenheimer ve la carne de uno de sus
colegas abrasándose en una explosión imaginaria. Estas
antípodas de la emoción se sienten simultáneamente, la
grandeza y el horror de la modernidad capturados
simultáneamente en el rostro esquelético de Cillian
Murphy.
Pero aunque en la película son los radicales los que
parecen tener los primeros recelos, sería un error
pensar que fue la derecha política la que aprobó el
bombardeo y solo la izquierda la que se opuso. El
periódico del Partido Comunista de Estados Unidos, el
Daily Worker, declaró tras el bombardeo que los Aliados
habían tenido suerte de haber encontrado el objetivo
«antes de que el enemigo pudiera idear contramedidas». Y
continuaba: «Así que no saludemos nuestro dispositivo
atómico con un escalofrío, sino con la euforia y la
admiración que merece el genio del hombre». Tal vez, se
podría replicar, tal cálculo era de esperar por parte de
los estalinistas. Sin embargo, las revistas no
estalinistas pero aún progresistas The Nation y The New
Republic no opinaban de forma muy diferente. La editora
de The Nation, Freda Kirchwey, escribió en aquel
momento: «El sufrimiento, la matanza al por mayor que
conllevó, han sido superados por su espectacular éxito».
Pocos escaparon del siglo XX con su honor intacto,
aunque cabe destacar que fue el lado más religioso de la
izquierda liberal el primero en manifestar su inquietud
ante Hiroshima y Nagasaki. Como señaló el historiador
Paul Boller, fueron de hecho el semanario católico
Commonweal, orientado hacia el evangelio social, y su
homólogo protestante Christian Century, los que
directamente argumentaron que los bombardeos habían
destruido la posición moral de la nación en el mundo.
Proliferación
Por duro que fuera el llamamiento al desarrollo de la
bomba atómica, muchos de los que participaron en su
creación centraron rápidamente su atención en detener la
proliferación nuclear después de la guerra. Oppenheimer
no fue ni mucho menos el único: su amigo Rabi, por
ejemplo, se radicalizó, a su manera, con la Prueba
Trinity, Hiroshima y Nagasaki, y desde entonces trabajó
para impedir la proliferación nuclear. Al final de la
vida de este último, en 1988, Rabi seguía haciendo
campaña activamente, esta vez contra el programa de la
Guerra de las Galaxias de Ronald Reagan.
Pero fue Oppenheimer quien sufrió quizá la mayor caída
en desgracia una década después de que hubiera terminado
la guerra, durante la caza de brujas macartista, cuando
se le retiró su autorización de seguridad nacional. Como
consecuencia, fue apartado de los altos comités
gubernamentales en los que había presionado sin descanso
a favor del control de las armas nucleares y la
internacionalización de la ciencia y la tecnología
atómicas.
El tercer acto de la película se centra en este periodo
y en las batallas, grandes y pequeñas, de Oppenheimer
con Lewis Strauss (Robert Downey Jr. en su mejor
interpretación dramática desde Chaplin, de 1992), el
hombre que le había invitado a convertirse en director
del prestigioso Instituto de Estudios Avanzados de
Princeton y que se sentaba junto a Oppenheimer en el
Comité Asesor General de la Comisión de Energía Atómica
(AEC) de Estados Unidos, la agencia civil que se había
creado tras la guerra para gestionar la energía y las
armas nucleares.
En 1946, Oppenheimer había presionado para que Estados
Unidos abandonara su monopolio sobre las armas
nucleares, revelara a la Unión Soviética todo lo que
sabía sobre el tema y traspasara el control de las armas
nucleares, así como de la ciencia nuclear y sus
aplicaciones pacíficas, a una autoridad internacional de
desarrollo atómico, que controlaría todo el material
fisible. Truman aceptó el plan, pero la URSS desconfiaba
de Washington y consideraba el marco, que habría
incluido inspecciones de los recursos soviéticos de
uranio, como una forma de que Estados Unidos mantuviera
su monopolio nuclear.
A pesar de esta derrota, Oppenheimer siguió abogando por
el control internacional de armamentos y, en particular,
contra el desarrollo de la bomba de hidrógeno, un arma
nuclear combinada de fisión y fusión unas mil veces más
potente que las bombas lanzadas sobre Japón. Oppenheimer
perdió una vez más, pero las Fuerzas Aéreas
estadounidenses no se lo perdonaron.
Nolan evita estas fuerzas más amplias implicadas en su
caída y, en su lugar, se centra en contar la historia a
través de la amarga animadversión personal de Strauss y
las ambiciones científicas del físico húngaro Edward
Teller (Benny Safdie), que ya en Los Álamos había
dedicado gran parte de su tiempo al desarrollo de un
arma de fusión. Nolan muestra aquí su interés como
escritor no solo por las cuestiones imposibles de la
historia, sino por cómo los momentos cruciales de esa
misma historia pueden ser encendidos por las debilidades
de la ambición personal e incluso por la neurótica
obsesión científica; en otras palabras, es el
materialismo histórico de las grandes fuerzas económicas
y políticas, pero plagado de las rarezas de los seres
humanos reales.
Resulta extraño que algunos críticos consideren a Nolan
un director conservador, el «conservador definitivo»,
cuando la figura central de su obra magna es un
compañero de viaje comunista y víctima del macartismo
que pasa buena parte de la película organizando
sindicatos, cuya conciencia estuvo atormentada el resto
de su vida por el peso de la responsabilidad de lo que
su mente había forjado, y que hasta el final de sus días
hizo campaña por la abolición de las armas nucleares. Se
trataría de un conservador extremadamente extraño,
además, que fuera de la pantalla recorre las huelgas de
los escritores.
Por muy dramáticamente convincente que sea la caída de
Oppenheimer, este tercer acto de la historia no es más
que una representación de lo que la película trata en
términos mucho más generales: el fracaso de la
modernidad —hasta el día de hoy— para resolver su propia
paradoja.
En 2023, el mundo sigue amenazado por 12.500 cabezas
nucleares, según la Federación de Científicos
Americanos. El Estado de bienestar de posguerra en
Occidente, que todos los progresistas quieren ver
extendido a todo el mundo y reformado en casa, se ha
alimentado en gran medida de combustibles fósiles, pero
esto ahora también amenaza el florecimiento de nuestra
especie y, en los extremos de las proyecciones, nuestra
propia existencia. Tras décadas de avances tecnológicos
relativamente lentos, ahora parece que estamos entrando
en una época tan transformadora —mediante tecnologías
como la inteligencia artificial, la edición de genes y
la biología sintética— como las décadas de Péguy,
tecnologías que encierran enormes oportunidades para la
liberación humana pero que tampoco están exentas de
graves desafíos.
¿Podremos resolver el rompecabezas de la modernidad esta
vez? En la película de Nolan vuelve a haber un indicio.
La promesa original hecha por la unidad de los tres
reinos de la modernidad en los primeros años del siglo
XX, de liberación sin límites de la dominación —ya sea
por otros humanos o por el resto de la naturaleza— no ha
sido traicionada tanto como dejada sin cumplir. Lo que
Oppie y Rabi y el resto de los progresistas
antiproliferación de posguerra perseguían, un
igualitarismo internacionalista ausente de los dogmas y
falsas certezas del CPUSA, donde todo el mundo se
beneficiaba de la energía nuclear pero las armas
nucleares estaban prohibidas, sigue siendo el objetivo.
El proyecto debe seguir pasando por despojar las
grandezas de la modernidad de sus horrores, realizar aún
más maravillas que superen con creces las que Marx dijo
que habían superado las pirámides de Egipto, y ponerlas
a disposición de todos, en lugar de imaginar un posible
retroceso de la modernidad a los horrores aún mayores
que la precedieron. Permitamos que los artistas, los
científicos y los radicales, con una confianza
inquebrantable en la promesa de la modernidad, marchen
una vez más del brazo.
Traducción: Florencia Oroz
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